Nuestro mundo le subió el volumen al ruido y le bajó el volumen a todo lo trascendental. Vivimos en medio del ruido en las regiones más groseras de la vida en la materia. Ruidos de máquinas, música estridente, voces que, en vez de hablar, gritan. Y sin darnos cuenta nos sumamos al ruido contaminante que todo lo penetra y nos va alejando de la verdad de quienes realmente somos.
Tenemos dos naturalezas. Una tiene fecha de caducidad y la otra es eterna. Cuando vivimos conscientes del cuerpo y su mente (la que tiene fecha de caducidad) sin tener contacto con la parte no perecedera, la vida pierde su significado profundo y los bienes materiales se convierten en su objetivo. En busca de la felicidad interpretamos la existencia como el arte de poseer, ya sean cosas, títulos, reconocimientos y hasta personas.
La felicidad se encuentra cuando estamos conscientes de las dos naturalezas y vivimos en armonía con ellas. El problema de nuestra civilización es que ha olvidado la naturaleza que es eterna y ha desterrado la trascendencia de todas sus esferas como son la economía, la educación, la política, el gobierno, la salud. Hemos extraído lo divino y nos hemos quedado sólo con lo material y su valor máximo, la posesión de bienes materiales y, como consecuencia, la codicia lo ha contaminado todo.
La espiritualidad que antes era la opción de los pocos, hoy en día es la necesidad de los muchos, porque para lograr salir del atolladero en el que nos encontramos como humanidad tenemos que rescatar los valores que surgen cuando le damos lugar a la trascendencia. No veo otra salida.
O descubrimos que somos el alma, que lo divino nos habita… o se nos acaba la experiencia de la vida en la materia. Y el ruido es uno de los grandes contaminantes, pero no solo el ruido que percibimos vía nuestros oídos, sino el ruido mental de un intelecto tan saturado de información que cree que hay que pensar todo el tiempo y se le olvidó el silencio necesario para trascender el intelecto y llegar a contactar los verdaderos valores, los del alma humana.
Es una paradoja tan grande que a veces pienso que aquellas conciencias que puedan estar mucho más evolucionadas que las nuestras, al ver cómo vivimos se ríen de nosotros. Somos una humanidad que busca darle eternidad a lo perecedero descuidando lo que tiene de inmortal. Vivimos pensando que nos falta algo cuando lo que sucede es que nos sobran pensamientos, palabras, objetos, deseos, movimientos.
Nuestra civilización está desconectada de su verdad. Y cuando eso sucede, se cometen muchos errores, tantos que hemos puesto a nuestros compañeros del reino animal y vegetal en peligro de extinción. Y como el cuerpo que usamos para poder tener la experiencia de la vida en la materia pertenece al reino animal, nos hemos puesto nosotros mismos en peligro de extinción. Cuando observo nuestro estilo de vida, me convenzo de la necesidad del silencio como disciplina para lograr contactos internos que nos revelen las verdades ocultas de nuestra naturaleza divina y nos muestren la soluciones que debemos tomar como humanidad para enmendar el rumbo de nuestra historia y vivir en armonía en este bello planeta azul que Dios nos ha otorgado.
Estamos sumergidos en un mar de tejidos, huesos, instintos, emociones y pensamientos que nos ocultan de nosotros mismos. Nuestra conciencia se fragmenta entre océanos de nombres, detalles, historias, enseñanzas, personajes. Vamos en busca de lo divino a través de los detalles, de lo externo, de la personalidad del Maestro que nos guía, sin darnos cuenta que lo que necesitamos es un silencio profundo para encontrarnos a nosotros mismos y al encontrarnos, encontrar eso divino que nos habita, que somos, que no tiene fecha de caducidad y es eterno.
Mi pasión por el Monte Shasta, al norte de California, se debe a que en ella he podido percibir el silencio como en ningún otro sitio. Las grandes montañas de la Tierra son templos de silencio. Cuando estuve en el gran Chimborazo, en Ecuador, su magistral danza de nubes nos sumergió en el silencio y nos hizo olvidar el malestar físico que ocasiona la altura extrema. Y por el sur del sur, frente al coloso de América, el Aconcagua, quise hacer unos decretos, la voz se enmudeció en mi garganta y el silencio me habitó por un instante.
El silencio es el sendero que te conduce al contacto con el alma. En el silencio y sólo en el silencio podemos sentir que la vida circula en una eterna danza y nos une en redes mágicas que expresan en sus diseños maestros el divino arte del Gran Arquitecto del Universo.
Busca el silencio, adéntrate en lo profundo de tu ser y sé esa Luz que elimina las tinieblas. Reconoce las otras luces que como tú, iluminan nuestro mundo con el propósito de Servir al Plan de Dios para esta nuestra amada y bella Madre Tierra.
Es una tarea sublime.
Con amor profundo,
Carmen Santiago G.
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Compartiendo comprensiones
Hermanas y hermanos, fundamos en Uno nuestros corazones, para abrazar en amor, a toda la Humanidad que clama por compasión por todo lo que el odio, el egoísmo, y la codicia, nos han permitido construir. Tengamos compasión, aún más profunda, por la falta de amor en nuestros propios corazones.
Somos Humanidad, somos el chakra Laríngeo del planeta, mientras la Jerarquía de Maestros, es el chakra Cardíaco y Shamballa, el lugar donde la Voluntad de Dios es conocida, es el chakra Coronario.
Sumemos nuestras invocaciones, todos juntos somos poderosos, para que, desde nuestras Almas, nos consagremos a la “ejecución del Plan de Amor y de Luz” que es la tarea de “la raza de los hombres”.
En Leo, dentro de lo más profundo de la cueva del corazón, hemos comprendido: somos Seres Solares, pasando por una vida temporaria en la Tierra, hemos venido a experimentar y vivir la Divinidad Esencial de todas las formas que es como decir que hemos venido a experimentar la Presencia de Dios en todo.
Maitreya, el amigo de todos, nos mostró el modo de mirar, para ver la Luz en el medio de la oscuridad y la divinidad dentro de todas las formas de la naturaleza y en cada ser humano sobre la Tierra.
Como Maitreya, el Cristo, miremos la Luz, la divinidad esencial en todo.
Empecemos por ver a la Humanidad de la Tierra como una expresión de esa divinidad, a la que se le dio la tarea de ejecutar el plan de Amor y de Luz. No se trata de cambiar las formas, se trata de cambiar mi forma de mirar, observar dónde pongo mi atención.
¿Miro lo bello, lo verdadero y lo bueno en cada ser humano? O por el contrario miro lo que le falta, lo que para mí, es incorrecto en él, lo juzgo y lo condeno. Lo excluyo y lo impugno por no ser igual a mí.
Leo, el fuego del Alma, nos enseñó a mirar lo mejor en cada ser. Cuando lo aplicamos a nuestra vida, para nuestra sorpresa, se nos va revelando esa belleza, esa bondad, esa verdad, que cada ser humano nos muestra, si miramos como Cristo. Ahora, en Virgo, se nos llama a vivir que “Somos la Madre y Somos el Hijo, que Somos Dios y al mismo tiempo somos Materia”.
La danza, entre Leo-Virgo, que nos recuerda que “Yo soy Eso y Eso Yo soy” y “Soy la Madre y Soy el Hijo y Soy Dios y Soy Materia”, nos revela desde lo más profundo nuestra verdadera identidad. Comprendemos quién en verdad soy, quién en verdad somos, y lo aceptamos con alegría y humildad.
Cuando esto sucede la Vida se hace más liviana, más alegre, más bella. Y como dijo el poeta: “nos vamos de novio con la Vida, dejando atrás toda la pena, y todo espejismo de vida solitaria”.
Marta Paillet.
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