por Jeff Foster
Sólo el ser humano convierte el dolor en un problema, elaborando historias sobre un hecho completamente natural para el organismo físico.
Así es como, lo que no es más que una sensación, que se despliega instante tras instante, una expresión dinámica de la vitalidad, acaba formando parte de una narración compleja y habitualmente espantosa, que tiene una duración incierta y un final que suele ser terrible. Pero, en realidad, no es necesaria ninguna narración. El dolor es suficiente y es muy real. De hecho, el dolor es todo lo que hay, y “nosotros” no somos más que el intento de escapar de ese dolor. Huyendo del dolor nos creamos a nosotros mismos.
Lo real es esta sensación abrasadora en el pecho, este dolor aplastante en la pierna y estos pinchazos en la cabeza; no las palabras, sino su innegable realidad. En ese dolor intenso y real no hay sufrimiento. Pero entonces llega el “yo” y etiqueta el dolor como “dolor”, lo que implica que no quiero que el dolor esté aquí.
Me considero una “víctima” y me esfuerzo desesperadamente en que llegue un momento en el que el dolor deje de estar presente. No quiero que este momento sea tal cual es. Pero el dolor no es el problema, el problema soy yo. ¿Qué soy, en realidad, si no esta resistencia psicológica? Entretanto, el dolor sigue su curso. Hasta Cristo lloró cuando clavaron sus muñecas en la cruz. Pero él sabía que eso también era Dios. Nosotros hemos olvidado que, como una hermosa puesta de sol o el abrazo de un ser querido, el dolor físico también es Dios. Sólo un individuo, es decir un “yo”, podría pensar otra cosa.
En el momento de la muerte, lo que se desvanece es el tiempo. Y eso significa que, en el momento de la muerte, todo lo que es falso se disuelve en la nada que engloba toda verdad y toda falsedad, en la nada que no está separada de todo lo que emerge. Es innegable que la persona muere, pero eso de lo que emerge es indestructible, porque es ajeno al mundo aparente del tiempo y del espacio.
Todo emerge y se disuelve simplemente en este espacio abierto, en esta inmensidad que sostiene toda manifestación. “Yo” emerjo en esta inmensidad y también emerge en ella la historia de que “soy un individuo separado” y la de que “un día moriré”. Independientemente, sin embargo, de que emerja y de que se disuelva, la inmensidad permanece inmaculada. La inmensidad lo admite incondicionalmente todo, incluida la emergencia y disolución del individuo; es decir, incluida mi vida aparente y mi aparente muerte.
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